Fracaso
La literatura permite usar a los personajes como conejillos de indias. El autor no tiene un control absoluto sobre lo que sucede en sus páginas. Existe el libre albedrío de los personajes en cierta medida, pero el autor tiene a su alcance la posibilidad de acondicionar su entorno para observar cómo se comportan y una de las pruebas más interesantes a mi juicio es la que se somete a un personaje cuando se le expone al fracaso.
El fracaso se presenta como una prueba de fuego en la que se lleva al personaje a un punto de inflexión. Al morder el polvo y exponerse al fracaso se comprueba de qué madera está hecho un personaje y no todos los superan.
Unos se hunden en ese fracaso y renuncian a reinventarse, entrando en una espiral autodestructiva que los conduce hacia la nada, el abismo. Estos son carne de tragedia y sirven de ejemplo de un modelo a no seguir por los peligros que comporta.
Otros también muerden el polvo, pero asimilan su dolor y lo aprovechan para reinventarse. Encaran el dolor como una señal de que no han tomado el camino correcto en su vida y reaccionan para cambiar de dirección. Entonces estamos ante un héroe al que imitar.
El fracaso no tiene nada que ver con ser un ganador o un perdedor. Nadie es un perdedor en la vida por haber fracasado. Al contrario, es la actitud ante el fracaso la que marca la diferencia. No importa fracasar, lo importante es aprender del fracaso para seguir adelante.
Algo falla en una vida cuando no se ha tropezado con el fracaso porque hace falta para conocer de qué estamos hechos e intuir cuál es el destino al que encaminarse. Por este motivo el fracaso funciona como un reactivo tan eficaz en la literatura para forjar un personaje.
La ecuación del fracaso en el fondo es muy sencilla y se basa en comparar lo que se es con lo que se desea ser. Es el resultado de una diferencia entre la expectativa y la realidad. Las comparaciones son odiosas, pero van unidas a la condición humana. A partir de esa comparación surgen distintos tipos de fracaso y el peor de todos, el fracaso más inútil, es el que resulta de compararse con unas expectativas que no se han formado en el alma, sino en el exterior, fruto de la presión social.
El fracaso más amargo, el que menos ayuda a reinventarse, es ese que se sufre al no cumplir las expectativas de los demás, el estereotipo artificial que genera la presión social. Ese fracaso social también ha brindado espléndidas páginas de literatura. Fracasar duele, pero también sana.
Por Alicia Cofres, fundadora de Clickteratura